“Que veinte años no es nada” dice el tango de Gardel y Le Pera. Bueno para ser honesto, son veinticinco. Veinticinco años que llevo prestándole al Estado mis servicios como jurado de votación en ene mil elecciones.
Desde la tinta roja y las famosas papeletas con las que amarraban aún más los votos los gamonales y caciques locales de siempre, hasta el tarjetón electoral han sido miles los elegidos de todos los partidos, partiduchos y pelambres.
En los pueblos y ciudades intermedias el domingo de elecciones era todo un carnaval. Desde muy temprano se escuchaba el rugir de los motores de los buses último modelo para bajar a la gente del campo con su papeleta bien pegada a la mano. Para las diligencias ‘menores’ a los campesinos los encaramaban en volquetas y camiones destartalados, pero para venir a votar los subían delicadamente en un bus nuevo, previo aguardientico para calentar motores, revolador pago por la campaña (perdón, guía turístico personalizado) para instruirlo en cuanto al sitio, la mesa de votación y el infaltable ‘soplete’ adherido al antebrazo para que no se le olvidara la cara del que le iba a hacer pistola durante los siguientes cuatro años.
Para la bajada del bus, una comitiva de jóvenes (pagos por la campaña) los recibían con los brazos abiertos y los acompañaban a la mesa de votación, hasta donde la ley de ese entonces lo permitía… lo más cerquita a la mesa. Ojalá dentro de la mesa. Una vez cumplido el sagrado deber, previa quitada de sombrero y echada de la bendición, el paisano era ‘planillado’ y dirigido adonde el dotor tenía tremendo piquete compuesto de morcilla, carnita, papa salada, ají y, obviamente, guaro ventiado. Las elecciones se ganaban ‘voto a voto’ pero chanchiriando al votante por cuenta de los revoladores (otra vez, qué pena, ¡los guías!)
A eso de las seis de la tarde, al mencionado paisano lo volvían a subir, esta vez empujado entre varios al bus, echando destempladas vivas veintejuliueras al “gran partido tal” eso sí, sin la espera, la paciencia y la delicadeza de los guías de la mañana, y lo dejaban en su vereda más rascado que una roncha. Al día siguiente amanecía con un guayabo que, de manera predecible, duraba cuatro años.
A la mayoría de votantes de ciudad les sucedía lo mismo. Sólo que sin el viaje en bus. Lo demás, igual. En ocasiones el almuerzo se trocaba por tejas, cemento o platica en rama. Algunos prometían, como dice la canción de Arnulfo Briceño “puentes donde no hay río” y agarraban de un solo manotazo a todo el barrio. Negocio redondo.
Desde mi mesa o desde mi condición de simple ciudadano -cuando no era jurado- podía observar toda esa parafernalia, los agites, las celebraciones y las decepciones.
Con la llegada del tarjetón electoral con foto incluida, creado mediante la Ley 62 de 1988 y estrenado en los noventas, parte del amarre de los votos desapareció, pero como hecha la ley hecha la trampa… los de siempre encontraron nuevas formas de caerle al votante. Desde plata en efectivo, amenazas y falsa información, los de siempre se han enquistado en el poder de la forma más asquerosa, mentirosa y vulgar, siempre en pos del sagrado billetico.
Pero todo, todo esto desapareció como por encanto el pasado domingo. Hacía mucho tiempo que no veía gente de todas las clases acompañados de sus niños, sacando a sus parientes viejitos a votar de manera entusiasta. (Antes a los ancianos los desempolvaban para llevarlos a votar y después a cobrar el voto). El domingo no. El domingo Colombia por fin despertó. Faltaron cinco para el peso, pero la notificación ya está enviada porque el cuartico de hora, la guachafita y la corruptela se les va a acabar. Nosotros, los ciudadanos de a pie mostramos de lo que seremos capaces en cuatro añitos, sin acudir a la violencia, o a las amenazas, ni a desinformar descaradamente ni a comprar conciencias. Jamás seremos los mismos. Nunca volveremos a ser simples espectadores pasivos: seremos el gran jurado.